NOSTALGIAS DEL BARRIO
“LA CAUTIVA”
Cierra el paso del tiempo una historia, un recuerdo.
Ese barrio que ha ido creciendo junto a mí, a mis afectos y junto a mis esperanzas agitadas por esa juventud valiente, hechicera, mágica con sus soles y tiempos eternos.
Ese barrio, el de una calle de tierra y varios potreros, de cardales y manzanillas que embellecían sus ignotos huecos entre ramas y piedras que emergían renovando mi tamaña inquietud. Cuando los vecinos podaban los árboles dejaban el ramaje en los campitos, entonces, los chicos corríamos alegremente en grupos a construir cuevas, que luego eran incendiadas al finalizar el concurso. Allí, quemábamos muñecos llamando al hado de la hoguera quien misteriosamente nos mostraba esas chispas de felicidad, y aunque perduraba en nuestra inocencia, sin saber ésta, se iba quemando junto a las ramas y los sueños.
Durante el invierno y los intensos temporales, íbamos ataviados con capas y botas a los largos zanjones. Los barquitos de papel se mezclaban entre los renacuajos y la gramilla dura. Esperábamos con ansiedad a que soplara el viento Pampero para ver el sol radiante, escuchar la vida que comenzaba a surgir luego de las tempestades y a juguetear en el fangoso camino que debíamos transitar. Los rumores inquietos de los gorriones y su vuelo astuto complementaban la pictórica escenografía. Por allá lejos, el tren que pasaba con sus largos vagones y una tediosa máquina. Las florcitas celestes de los paraísos se compactaban entre el barro y el pasto mojado y aplastado. Los zapatos quedaban húmedos y sucios, pero ellos, no impedían una tarde de locas hazañas.
El cencerro del carro lechero advertía la llegada de Don Cholo, un vasco emperifollado con bombachas, gorra y alpargatas que vendía la leche fresca y recién ordeñada. Me gustaba ver cómo se hundían las ruedas de su carro en las huellas y pedruscos de la calle. Se bamboleaba como un bergantín a la deriva en aguas confusas y agitadas.
Por H. Irigoyen y Alvear todas las tardes se asomaba un anciano muy peculiar. Le decíamos Don Sabino. Llegaba al potrero con sus tres vacas, algún becerro y una vara muy larga. Era bajito, vestido con su eterno saco marrón, un pantalón gris remendado, alpargatas bigotudas y una gorrita con visera medio agujereada. Mi hermana Anahí corría a recibir los huevos frescos o el pote de dulce de leche, mientras Eleonora y yo cortábamos pasto para darle al ternerito mientras lo acariciábamos.
Don Eusebio, el jardinero, era un paisano de bombachas y botas de goma, un chambergo descolorido y un cigarro apagado en la boca que chupaba incansablemente. Siempre estaba trabajando por el vecindario y al pasar, saludaba con ese característico: “Buenas y Santas”... Ese memorable hombre que un día cualquiera desapareció de nuestras veredas y canteros para siempre, aún se lo nombra entre los viejos vecinos del barrio como un personaje muy singular.
Este barrio, La Cautiva, que recuerda al escritor Esteban Echeverría, también tiene una plaza llamada Parish Robertson. Algunos arbustos con alambrados y molinetes, otrora la embellecieron. Un césped muy cuidado por Félix, aquel jardinero, remoto en mi memoria, quien entonces vaticinó mis aficiones a las letras cuando apenas había
cumplido diez años. Un regalo que conservo: mi primer diccionario Larousse, una pluma, un frasco de tinta dorada y otra plateada...
En la Plaza todo era alegría, juegos, bicicletas, gritos y risas. Desde la escalera del mástil podía ver a los pinos que se alzaban majestuosos en el Club Hípico, algunos establos o a los cuidadores vareando los caballos. Hacia el otro costado, tímidamente, la vieja Escuelita N° 14 se abría paso entre algunas incómodas malezas.
El Club Atlético Monte Grande, el segundo hogar que me enseñó a nadar, a vivir y a bailar con el Prof. Bertachini e Isabel Checa, en donde aprendí a competir de la mano del Prof. Raúl Roca. Cada puerta y rincón aún abriga parte de mi existencia, de mis alegrías compartidas con todos esos chicos, que ya, adultos, tendrán las mismas reminiscencias que yo.
Todas las mañanas sentía fuerte y vivaz la sirena de la fábrica AMAT. Casi todos en el barrio trabajaban allí. Por eso también tenía vida y alegría porque había proyectos y también trabajo como en el Frigorífico Monte Grande. Entonces, el devenir de la gente no era triste ni iracundo, su fuerza era tan increíble como su complacencia. Los pesares existían, claro que sí, pero esos eran diferentes. Los niños también teníamos nuestras penas y quizá, los adultos no podían percibirla. Esas angustias que no siempre se comprenden por la exigüidad de discernir las pérdidas, las muertes y los sinsabores que habitualmente nos mellan el alma.
La felicidad de mi infancia. La casa paterna, esa, la casa 54 del barrio. Ahí, donde mi madre todos los mediodías me esperaba silenciosa, con el plato de comida humeante, entendiendo mi necesidad de refugio, de abrigo luego de una mañana fría y lluviosa. Un padre, aquel Policía, el de antes, el respetado. Aquel que infundía honor y sabiduría. Mi padre, Don. Arturo E. Bauer Vila, o para otros: “Toto”. Ese Comisario avezado y querido, al que casi no pude disfrutar porque su trabajo y sus obligaciones me lo impedían. Ese hombre al que apenas pude entender siendo una mujer y que la vida, sentenciosa, me lo arrebató una mañana de noviembre cuando sentía el placer de compartirlo con mis hijas y disfrutar lo que antaño no pude. El dolor agravó mi impotencia. La impotencia complicó mi vida hasta hoy.
¡Tantas cosas pasan en la vida de los hombres! . Los recuerdos quedan, vuelven o se van. Los espacios quedan vacíos y los vacíos se llenan con los espacios ganados fortuitamente de aquellas personas sublimes o soberbias que se adosaron, sin sospecharlo, a nuestras maravillosas vidas. Pero siempre, absolutamente siempre, indefectiblemente siempre, y, extraordinariamente siempre, nos dejarán huellas que difícilmente podamos borrar.
Hay en el camino de mis nostalgias la idea terrible de que las cosas no son duraderas. Todo surge de una energía que se transmuta. Que tiene movimiento, porque ese todo está en permanente actividad. Arriba y abajo, todo es igual pero en otra dimensión, en otro plano. El amor se transforma en odio y los sueños, quizá, algunas pocas veces, en realidad. Lo que hoy es, mañana será pretérito en el libro de nuestras vidas que quizá no logremos recordar. Por ello, si de amores se habla, también en mí los hubo y los hay.
Y mi barrio, convertidos hoy sus potreros en plazoletas, la vieja escuela que permanece intacta con el peso de sus años a cuestas. El hogar materno. Las casas de mis abuelos. El Club Hípico que mantiene aún esos pinos enormes y grandiosos y al viejo tanque que abastecía de agua a todos los vecinos.
Hoy lo veo transformado, elegante y reposado. Con un Hospital enorme, sostenido por la voluntad de hombres y mujeres que a diario luchan para salvar y atender vidas. ¡Cuántas veces recorrí esos pasillos interminables!
El nuevo asfalto ahora no permite que haya barquitos de papel ni renacuajos en el agua estancada. Ya no puedo hacer las fogatas ni concursos de cuevas, ni jugar a la guerra con los chicos
“Todo” es la continuidad del todo. La prolongación, extensión también de mis vivencias. Las argucias y la melancolía por resguardarme entre las copas de esos árboles. Observar, silenciosa, las verdes pasturas, las casas enfiladas, algunas guardando la fachada de antaño, otras, renovadas y pletóricas que se alzan hasta el cielo azul e infinito coronado por el vuelo apurado de los gorriones, mientras que al caer el sol se escucha el gorjeo de los pájaros arrumándose tímidamente en sus nidos en un atardecer cualquiera.
Todos esos juegos magistrales que parecen eternos, reviven en cada letra que al cerrar mis ojos, rememora ese pequeño lugar en donde acontecieron historias lejanas o cercanas. Historias y gentes a quienes ya no veo cotidianamente o se han perdido en este sideral espacio del tiempo y las nostalgias.-
Indiana A. Bauer
“LA CAUTIVA”
Cierra el paso del tiempo una historia, un recuerdo.
Ese barrio que ha ido creciendo junto a mí, a mis afectos y junto a mis esperanzas agitadas por esa juventud valiente, hechicera, mágica con sus soles y tiempos eternos.
Ese barrio, el de una calle de tierra y varios potreros, de cardales y manzanillas que embellecían sus ignotos huecos entre ramas y piedras que emergían renovando mi tamaña inquietud. Cuando los vecinos podaban los árboles dejaban el ramaje en los campitos, entonces, los chicos corríamos alegremente en grupos a construir cuevas, que luego eran incendiadas al finalizar el concurso. Allí, quemábamos muñecos llamando al hado de la hoguera quien misteriosamente nos mostraba esas chispas de felicidad, y aunque perduraba en nuestra inocencia, sin saber ésta, se iba quemando junto a las ramas y los sueños.
Durante el invierno y los intensos temporales, íbamos ataviados con capas y botas a los largos zanjones. Los barquitos de papel se mezclaban entre los renacuajos y la gramilla dura. Esperábamos con ansiedad a que soplara el viento Pampero para ver el sol radiante, escuchar la vida que comenzaba a surgir luego de las tempestades y a juguetear en el fangoso camino que debíamos transitar. Los rumores inquietos de los gorriones y su vuelo astuto complementaban la pictórica escenografía. Por allá lejos, el tren que pasaba con sus largos vagones y una tediosa máquina. Las florcitas celestes de los paraísos se compactaban entre el barro y el pasto mojado y aplastado. Los zapatos quedaban húmedos y sucios, pero ellos, no impedían una tarde de locas hazañas.
El cencerro del carro lechero advertía la llegada de Don Cholo, un vasco emperifollado con bombachas, gorra y alpargatas que vendía la leche fresca y recién ordeñada. Me gustaba ver cómo se hundían las ruedas de su carro en las huellas y pedruscos de la calle. Se bamboleaba como un bergantín a la deriva en aguas confusas y agitadas.
Por H. Irigoyen y Alvear todas las tardes se asomaba un anciano muy peculiar. Le decíamos Don Sabino. Llegaba al potrero con sus tres vacas, algún becerro y una vara muy larga. Era bajito, vestido con su eterno saco marrón, un pantalón gris remendado, alpargatas bigotudas y una gorrita con visera medio agujereada. Mi hermana Anahí corría a recibir los huevos frescos o el pote de dulce de leche, mientras Eleonora y yo cortábamos pasto para darle al ternerito mientras lo acariciábamos.
Don Eusebio, el jardinero, era un paisano de bombachas y botas de goma, un chambergo descolorido y un cigarro apagado en la boca que chupaba incansablemente. Siempre estaba trabajando por el vecindario y al pasar, saludaba con ese característico: “Buenas y Santas”... Ese memorable hombre que un día cualquiera desapareció de nuestras veredas y canteros para siempre, aún se lo nombra entre los viejos vecinos del barrio como un personaje muy singular.
Este barrio, La Cautiva, que recuerda al escritor Esteban Echeverría, también tiene una plaza llamada Parish Robertson. Algunos arbustos con alambrados y molinetes, otrora la embellecieron. Un césped muy cuidado por Félix, aquel jardinero, remoto en mi memoria, quien entonces vaticinó mis aficiones a las letras cuando apenas había
cumplido diez años. Un regalo que conservo: mi primer diccionario Larousse, una pluma, un frasco de tinta dorada y otra plateada...
En la Plaza todo era alegría, juegos, bicicletas, gritos y risas. Desde la escalera del mástil podía ver a los pinos que se alzaban majestuosos en el Club Hípico, algunos establos o a los cuidadores vareando los caballos. Hacia el otro costado, tímidamente, la vieja Escuelita N° 14 se abría paso entre algunas incómodas malezas.
El Club Atlético Monte Grande, el segundo hogar que me enseñó a nadar, a vivir y a bailar con el Prof. Bertachini e Isabel Checa, en donde aprendí a competir de la mano del Prof. Raúl Roca. Cada puerta y rincón aún abriga parte de mi existencia, de mis alegrías compartidas con todos esos chicos, que ya, adultos, tendrán las mismas reminiscencias que yo.
Todas las mañanas sentía fuerte y vivaz la sirena de la fábrica AMAT. Casi todos en el barrio trabajaban allí. Por eso también tenía vida y alegría porque había proyectos y también trabajo como en el Frigorífico Monte Grande. Entonces, el devenir de la gente no era triste ni iracundo, su fuerza era tan increíble como su complacencia. Los pesares existían, claro que sí, pero esos eran diferentes. Los niños también teníamos nuestras penas y quizá, los adultos no podían percibirla. Esas angustias que no siempre se comprenden por la exigüidad de discernir las pérdidas, las muertes y los sinsabores que habitualmente nos mellan el alma.
La felicidad de mi infancia. La casa paterna, esa, la casa 54 del barrio. Ahí, donde mi madre todos los mediodías me esperaba silenciosa, con el plato de comida humeante, entendiendo mi necesidad de refugio, de abrigo luego de una mañana fría y lluviosa. Un padre, aquel Policía, el de antes, el respetado. Aquel que infundía honor y sabiduría. Mi padre, Don. Arturo E. Bauer Vila, o para otros: “Toto”. Ese Comisario avezado y querido, al que casi no pude disfrutar porque su trabajo y sus obligaciones me lo impedían. Ese hombre al que apenas pude entender siendo una mujer y que la vida, sentenciosa, me lo arrebató una mañana de noviembre cuando sentía el placer de compartirlo con mis hijas y disfrutar lo que antaño no pude. El dolor agravó mi impotencia. La impotencia complicó mi vida hasta hoy.
¡Tantas cosas pasan en la vida de los hombres! . Los recuerdos quedan, vuelven o se van. Los espacios quedan vacíos y los vacíos se llenan con los espacios ganados fortuitamente de aquellas personas sublimes o soberbias que se adosaron, sin sospecharlo, a nuestras maravillosas vidas. Pero siempre, absolutamente siempre, indefectiblemente siempre, y, extraordinariamente siempre, nos dejarán huellas que difícilmente podamos borrar.
Hay en el camino de mis nostalgias la idea terrible de que las cosas no son duraderas. Todo surge de una energía que se transmuta. Que tiene movimiento, porque ese todo está en permanente actividad. Arriba y abajo, todo es igual pero en otra dimensión, en otro plano. El amor se transforma en odio y los sueños, quizá, algunas pocas veces, en realidad. Lo que hoy es, mañana será pretérito en el libro de nuestras vidas que quizá no logremos recordar. Por ello, si de amores se habla, también en mí los hubo y los hay.
Y mi barrio, convertidos hoy sus potreros en plazoletas, la vieja escuela que permanece intacta con el peso de sus años a cuestas. El hogar materno. Las casas de mis abuelos. El Club Hípico que mantiene aún esos pinos enormes y grandiosos y al viejo tanque que abastecía de agua a todos los vecinos.
Hoy lo veo transformado, elegante y reposado. Con un Hospital enorme, sostenido por la voluntad de hombres y mujeres que a diario luchan para salvar y atender vidas. ¡Cuántas veces recorrí esos pasillos interminables!
El nuevo asfalto ahora no permite que haya barquitos de papel ni renacuajos en el agua estancada. Ya no puedo hacer las fogatas ni concursos de cuevas, ni jugar a la guerra con los chicos
“Todo” es la continuidad del todo. La prolongación, extensión también de mis vivencias. Las argucias y la melancolía por resguardarme entre las copas de esos árboles. Observar, silenciosa, las verdes pasturas, las casas enfiladas, algunas guardando la fachada de antaño, otras, renovadas y pletóricas que se alzan hasta el cielo azul e infinito coronado por el vuelo apurado de los gorriones, mientras que al caer el sol se escucha el gorjeo de los pájaros arrumándose tímidamente en sus nidos en un atardecer cualquiera.
Todos esos juegos magistrales que parecen eternos, reviven en cada letra que al cerrar mis ojos, rememora ese pequeño lugar en donde acontecieron historias lejanas o cercanas. Historias y gentes a quienes ya no veo cotidianamente o se han perdido en este sideral espacio del tiempo y las nostalgias.-
Indiana A. Bauer
Publicado en la Antología de la Asociación
de Artes y Letras de Esteban Echeverría
Buenos Aires - Argentina